Ángel Quintana (Tribuna libre).- Las llamadas civilizaciones fluviales pronto comprendieron que su propia razón de ser, de existir, era la proximidad de una corriente continua de agua que les sirviera de suministro para el consumo humano, la actividad agropecuaria, como vía de comunicación y como auténtico fetiche devocionario de sus ancestrales cultos religiosos.
Así los pueblos mesopotámicos miraban a sus ríos Tigris y Éufrates como fuente de la que emanaban todas sus riquezas y la garantía de la supervivencia diaria. En este sentido los fueron mimando con complejas construcciones de ingeniería y con la elaboración fiel calendario de crecidas que conectara las crecidas de dichos caminos de agua con la siembra y recolección de los frutos de la tierra.
Toda la administración, la estructura sociopolítica de sus ciudades-estados e, incluso, la invención de la escritura tuvieron su origen en la dinámica económica generada por aquellos ríos.
En el Antiguo Egipto el Nilo era, aunque parezca increíble, venerado como un dios, un bendito del cual emanaba la vida. También el reino de los faraones fue considerado por los antiguos como un regalo del Nilo que salvaba a la tierra que regaba del secarral del estéril desierto.
El Indo, el Ganges, el Amazonas, todos tienen en común algo a pesar de la distancia que los separa: el agradecimiento de sus pueblos que toman forma de cultura hidráulica en la que el epicentro es el agua y el motor del progreso económico a través de los siglos ha venido de la mano de sus pescadores, marineros y comerciantes que han exprimido como un limón las posibilidades que les ofreció el accidente geográfico acuático.
Más hacia nuestros lares qué decir de la majestuosa Sevilla cuyo Betis, que dio nombre a la Bética romana, la convirtió en capital del cristianismo occidental en el sur de Europa o la Zaragoza del Ebro, la Valencia del Turia o la Valladolid del Pisuerga, por poner algunos ejemplos. Ninguna de estas grandes ciudades han ignorado las oportunidades de su río y han crecido y se han desarrollado Junto a él.
En el Peñón Grande, en plena Sierra de Grazalema, nace el río que desemboca en nuestra ciudad, el río Guadalete. Río del olvido para los hispanos musulmanes, riega una amplia vega que transcurre en parte por las provincias de Sevilla y Cádiz. Los primeros asentamientos humanos que se conocen en sus proximidades datan del Neolítico más temprano aunque también se han Hallado vestigios del Paleolítico. Son los restos dejados por unos hombres y mujeres anónimos que se fueron asentando en poblados en las inmediaciones debido las ricas tierras que dejaban sus crecidas. Limos, arcillas y margas eran el “maná” de un suelo fértil que sirvió también como imán para fenicios, griegos, cartagineses y romanos.
Nuestro río fue navegable hasta las inmediaciones de El Portal lo que indujo a los habitantes de la vecina Jerez de la Frontera a proyectar, incluso, el puerto interior que le diera salida a la Bahía y al Océano.
Fondeadero de las galeras reales en el siglo XVII que lo usaban como base de aguada, en el siglo XIX, el Guadalete acompañaba a las botas de vino en su embarque ultramarino. La pesca dio de comer a miles de portuenses que se embarcaban en sus cientos de barcos para la aventura de la captura de bajura y de altura.
Hoy por hoy, nuestro Guadalete sigue viviendo desolado su particular devenir histórico. El río ha sido condenado por las generaciones más recientes como cloaca de la ciudad, vertedero de aguas residuales y canalizador de contaminantes industriales. Sus márgenes, faltos de proyectos serios de rehabilitación, se consolidan como tortas de hormigón y asfalto para el estacionamiento de vehículos, desguace de embarcaciones u obras eternas e inconclusas.
Con el ocio en franca retirada solo dos organizaciones como el Real Club Náutico o La Rampa y algún empresario visionario, por desgracia minoritario, apuestan por no darle la espalda a lo que en otras civilizaciones se venera como a un dios.
Ojalá miremos a ejemplos de rehabilitación urbanística como la Ría de Bilbao, El puerto de Málaga, los Jardines del Turia, la Isla de la Cartuja de Sevilla o el Parque del Agua en Zaragoza, espacios fluviales o marítimos a los que dieron la vuelta como a un calcetín: de vertederos a espacios dinamizadores de la economía, de solares a auténticos revulsivos turísticos.
Hoy el río del olvido es el río olvidado porque nos hemos acostumbrado a mirarlo pero lo hemos dejado de sentir, lo fotografiamos pero no lo vivimos, le tenemos cierto aprecio pero no lo queremos como se merece. ¡Que el fango de la desidia no lo ciegue para siempre!