Francisco José Gómez Real (Tribuna libre).- Cuando te llega la confirmación, siempre te coge por sorpresa. Nunca esperas que algo así te ocurra a ti. Pero va y te pasa.
Positivo. Una sola palabra que por unos minutos dará vueltas en tu cabeza, derrumbando como un castillo de naipes todas las cosas que tenías planeadas.
Ese mismo día, la sensación de ahogo era ya considerable y hubo que presentarse en la parte de rehabilitación que el Santa María del Puerto tiene habilitada para COVID. Allí te toman los datos y te hacen las pruebas como en una Caja de Reclutas.
Tras la puerta se palpa la tensión: sanitarios con EPIs, carreras, lamentos... ¡esto es la guerra!
Unas horas en aquella trinchera me hicieron comprender que estaba hasta el cuello y que aquí se estaban batiendo el cobre palmo a palmo, metro a metro.
Todo daba vueltas, mis ideas, mis pensamientos, mis sensaciones... todo era prisa y fatalidad. Y sobre todo soledad. Como el estallido de una granada, sonó un “le tenemos que dejar ingresado” y luego un pitido aturdido me conmocionó unos minutos como el que precede a la explosión.
Me subieron a la cuarta planta, en todo el centro de la batalla. En plena tercera ola con su variante británica en todo lo alto y con todas las camas llenas. Vamos en todo el “fregao”.
A estas alturas, mi pronóstico era “reservado”, mi saturación rozaba el “ui,ui,ui,ui” y mi estado, tanto físico como de ánimo, eran lamentables.
Al día siguiente, me conectaron a una máquina cuya figura destartalada y enclenque no refleja para nada la siniestra misión que hacía en mis pulmones. Noto entrar el aire templado en mi pecho y una sensación ligera de alivio al respirar. Pero mis heridas son de consideración y estamos solo al principio.
Fuera, en el pasillo, la guerra continua, celadores que van de allá para acá. Enfermeras que te miman con cara de preocupación. Médicos que te dan el parte de guerra con cierto estoicismo. La planta está saturada y aunque los guerrilleros hacen creer que no está la cosa tan chunga, lo está.
Bastaron dos días en aquella solitaria habitación para que mis pulmones pasaran del “ui,ui,ui,ui” al “vamos a ver”. Porque me sacaron de allí y me llevaron a la que ha sido mi casa durante las dos últimas semanas, la 418-2. Un cuarto de la cuarta con vistas al pinar del antiguo Oasis, hoy El Faro del Puerto. Desde cuyo parking, Nacho me saluda casi todos los días y desde hace unos cuantos, yo a él también, desde la ventana.
Aquí he visto transcurrir esta batalla personal por la vida, que hasta hace unos días, no he sido consciente de lo encarnizada que ha sido.
Comencé a escribir en mi muro de Facebook mis sensaciones, mis reflexiones y sobre todo lo que estaba viviendo. Me sentía como Sarah Connor intentando hacerle ver a la gente que venía el T-800, mientras ellos miraban para otro lado, como si no pasase nada. Porque esa es, lamentablemente, la actitud de muchos ante esta pandemia, que esto está pasando en otro lado o que no pasa nada. He incluso hay quien se proclama “negacionista”. Sentía que tenía que salvar el mayor número de vidas posibles, utilizando ese muro virtual para lanzar proclamas y concienciar a más de uno. Ya que desde mi situación, todo se ve más cercano porque no te lo cuenta un post aislado, es una crónica de una día a día por un corresponsal de guerra que está en primera línea de combate.
Han sido días difíciles. Creo que la asfixia y la apatía en la que he estado sumido no me van a dejar saber el alcance de lo cruenta que ha sido esta lucha. Pero lo ha sido. Y en contra de lo que muchos creéis, no ha sido lejos de ustedes. Ha sido aquí mismo, puerta con puerta. Porque este virus no te avisa y como tiene un patrón “caprichoso”, cuando te coge, te coge y bien cogido.
Mientras tanto en la pantalla de la televisión van pasando noticias propias de un país bananero, en la que sus miserables políticos no son capaces de llegar a un punto de encuentro para salvarnos de lo que tenemos encima. La rabia me quema las venas de ver en las manos de quien estamos. Unos insensatos que como las ratas en un naufragio entonan el sálvese quien pueda, porque a esos que cada cuatro años les importamos, ahora mismo les importamos un bledo.
Y vuelve la lucha. Corticoides y suero en vena, eparina, protector de estómago... todo un arsenal para derrotar a este enemigo miserable que tantas vidas se ha cobrado y lamentablemente se va a cobrar.
Los sanitarios se mueven con cierto aire mecánico. Curtidos en la batalla, se desprenden de los precintos de los goteros como el que carga una granada y la arroja, con movimientos fríos y calculados. Llevan desde marzo al pie del cañón y a estas alturas de la película, hay rutinas que tienen grabada a fuego. Como cuando toca chequeo: saturación, temperatura, presión arterial... un ritual que se repite tres veces al día. Pero aun así, con todas esa horas a sus espaldas, con todos las adversidades y todos los sinsabores que en este año habrán sufrido, los sanitarios de la cuarta planta del Santa María del Puerto, siguen luchando con una entrega y sacrificio que roza lo inhumano. Y lejos de hacerlo fríamente como su movimientos, lo hacen con ternura y dedicación. Notas su preocupación cuando te ven mal y sus caras de alegría, que ligeramente se dibuja, tras las pantallas de protección, cuando ven que mejoras. Y lejos de la saturación y el cansancio todo han sido buenas palabras y mejores intenciones. No se sus nombres, ni consigo distinguirlos tras los EPIs, pero le estaré eternamente agradecido porque yo puedo decir que he estado en la guerra, en una guerra infame, de la que cuando me vaya, me llevaré cicatrices en el cuerpo pero sobre todo en el alma, pero he tenido la mejor compañía posible y los mejores soldados al pie de mi trinchera.
Hoy me graduo. Pero no saldré por la puerta grande, lo haré por la misma puerta que entré. Cabizbajo, con el orgullo de haber ganado una batalla en una guerra que está costando demasiado. Me voy consciente de lo que dejo detrás y callado en honor de los caídos y de los que hoy mismo en la cuarta planta del Santa María del Puerto siguen luchando por sus vidas.