Me senté en mi playa de La Puntilla, apenas había amanecido, y el frío de estos días no me llegaba, estaba a gusto, mi cigarro me servía para calentarme algo, y aun así, me sentía a gusto en aquella soledad que buscaba en los últimos días.
Sabía cómo se sentían quienes no habían compartido mesa con sus familiares. Estaba solo. La cena de Navidad fue un éxito, al final, mis dos amigos, tan solos como yo, el perro y yo.
Cuando se marcharon, eso sí, respetando las normas, ya que me dejaron sobre las seis de la mañana, sentí una profunda nostalgia, se pasaría. Pero los días siguientes me levantaba temprano y me marchaba a lugares donde nadie me encontrase, a pensar. Pero hoy decidí volver a donde sabía que me encontraría.
El camino que se adentraba en el mar, su punta con aquella virgen y el olor a mar me reconfortaron, y allí me quedé, mirando el horizonte cercano, aspirando el aire puro y lleno de sal.
Había descubierto que la soledad en El Puerto era tan grata como la mejor de las fiestas. No necesitaba a nadie, ni describir lo que veía, solo lo que sentía, paz. Paz y nostalgia por los que había perdido, paz y tranquilidad. Respiré hondo y no pensé en nada, solo en mí, en mí y en el mar que me hablaba de todo y de nada.
A veces estamos tan saturados de todo, tan cargados, que nos perdemos el vacío acogedor de vaciar la mente frente al mar. Me hermané con aquellas aguas, lloré, me dejé llevar. Una ráfaga de viento me arrancó mis lagrimas y las unió con el entorno, ahora ya era parte de El Puerto y de sus playas, mis lagrimas huecas, las que no obedecen a nada, las que ni son de tristeza ni de alegría, sino de necesidad, esas que ni queremos saber porque nos salen, se confundieron para siempre con el agua salada de El Puerto.
El año acababa, y mi entrada en la ciudad me parecía lejana, como lejano mi lugar de nacimiento. Me pase el dorso de la mano por la cara, me quité el agua de la nariz con dos dedos, y noté que me seguían saliendo de los ojos parte de mí, partes que el viento me seguía robando. Miré mi playa, mi Puerto, ya éramos solo uno, y supe que ya, por siempre, había encontrado mi sitio.