Entre el abandono y la desidia, el centro caminaba seguro entre las prohibiciones y las normas no impuestas, cada rincón era el ejemplo de un diorama arrepentido, un boceto absurdo de la ignorancia resabiada de quienes, entre la consigna política y la vagancia, obedecían a un señor u otro. Y así, pasaban los días, los meses, los años, y el zanco dormitaba entre los tiestos rotos, mirando el cepillo redondo de cerdas negras, cuyo palo, teñido de cal, esperaba una oportunidad.
Pasó la primavera y el verano, cargado de promesas e intenciones, las mismas que hace un año, dos, cinco o diez, y mientras tanto, los desconchones pasaban de la infancia a la senectud sin apenas darse cuenta. Algunos atrevidos, contraviniendo las normas, sacaban a escondidas los útiles, borraban la suciedad, y daban sentido al domingo sin vigilancia para pintar las desvencijadas paredes. Otros, pacientes y con posibles, pedían los permisos, que tras años de durmiente estudio en diversos despachos, y avalados por informes de arquitectos, justificaban la limpieza de fachada, evitando la sanción por mancillar una pared con pintura blanca.
La legalidad, el parapeto tras el que se escondía la inmundicia, justificaba con creces actuaciones en defensa de un casco histórico abandonado a su suerte.
Atrás quedaban los bandos en donde no se bonificaba la tasa, sino que se autorizaba la actuación de adecentamiento de las fachadas sin abono de tasa, sustituidos por la bonificación, pero sin permiso para adecentar. Tiempos pasados de soles sobre el blanco de las fachadas, tiempos de trabajo, de luchas políticas sin usar a ciudadanos como perjudicados, a los que ahora, por mor de la defensa de sus derechos, se les priva de los mismos por su bien.
El tiempo pasa, y la final, la única incógnita sigue siendo, cual es el nombre de la cosa… desidia… abandono… rédito político o simplemente… memez ilustrada.