Desde donde estaba, casi podía alcanzar con mi imaginación la otra orilla, o la otra banda, como le decían por la zona, y hasta donde mi vista llegaba, aquella orilla era un erial desierto y sin sentido. Cabría la opción de lamentarse por la ocupación comercial de aquella ribera, pero el abandono no solo era motivo de lamentación, era motivo incluso de desasosiego. No podía entender que toda una ribera del río se encontrara casi inutilizada. Si al menos hubiera barcos de pesca o actividades podría entenderlo. [Lee aquí los capítulos anteriores]
Recordé otras ciudades que había visitado en mis viajes, ciudades en donde los ríos daban ciudades en las que las tardes de invierno, incluso las menos apacibles, la gente se tumbaba en verdes laderas a descansar y tomar el sol. Mi amigo me explicó que en otros tiempos los barcos pesqueros ocupaban “la otra banda”, y que tenía mucha vida y trasiego, pero que hacía más de veinte años que aquella orilla no sentía el latir de la ciudad. No sé si eran terrenos privados, municipales o estatales, pero lo cierto es que salvando una zona que se veía con actividad, el resto estaba desierto. Analizando bien el tema, y viendo la orilla que ocupaba, como podía pensar que aprovecharían la otra, si ni siquiera aprovechaban la que daba a la ciudad.
Extraño sitio al que había decidido dar mis últimos días, y que sin embargo cada vez me atraía más; su hospitalidad; su potencial… Todo, todo se me antojaba maravilloso y desaprovechado, y aun así, miré a mis lados, el cantil del río era ocupado por un aparcamiento de vehículos en una amplia zona, y negando con la cabeza me imaginé toda esa zona llena de quioscos en los que tomar algo mientras se daba un paseo, el problema era donde aparcar.
Lo cierto es que me di cuenta que a veces veíamos claridades donde no las había, y sin embargo, no podía dejar de pensar en esas ciudades en donde un simple río era aprovechado al máximo.
En ese momento el enorme perro color chocolate de mi extraño amigo, que llamó, rozó su hocico contra mi mano. Tras rascarle la cabeza esperé a su amo, que no debía de estar lejos, cuando compartí mis pensamientos no solo me dio la razón, sino que compartió conmigo sus sueños, y para regocijo de mi costilla inseparable, nos fuimos juntos hasta un antiguo bar que no se hallaba lejos y que tenía nombre de ave. Allí, descubrí otro lugar que terminaría por ser otro de mis apeaderos incuestionables. La Gaviota.