El pregón de García-Romeu
Hoy entre de nuevo en aquel mágico rincón, ya no olía a Belenes de invierno…. ni a colores pastel de verano, ya no había esa cálida luz que como la espuma de las olas adornaban su cabeza, pero el seguía allí, a pesar del olor a cerrado y la ausencia absoluta de su atkinson sobre el pañuelo, podía intuir que el seguía allí. En esos momentos vino a mi memoria lo ocurrido hacía mucho tiempo atrás… lo ocurrido hacia tantos, tantos años que casi no recuerdo ni el cómo, ni el porqué. Aún así, lo que si recuerdo eran sus manos, sus manos acariciando aquel ovalo con el pincel. Aquel día entré, entré como hacía cada tarde en su rincón, ese rincón tan lleno de vida y recuerdos, un rincón donde a veces compartíamos un puro, en otras ocasiones una cerveza, o simplemente el tiempo sin palabras que todo lo decía.
Sin casi percatarse de mi presencia, continuó sobre el improvisado lienzo en cuyo ovalo central un señor con barbas tomaba formas. Sus proyectos y sus cosas no eran secretos por desvelar, ni grandes piezas, pero todas tenían esa alma de quien todo lo da, y en este caso, como en tantos otros, bastó que alguien, más que un amigo o un compañero de peña, y que era otra alma gemela en bondad, le pidiera algo insólito y bello. Algo que rayando lo mundano no dejaba de rozar el cielo, ese mágico cielo teñido de verdes pinos y doradas dunas. Pero aquel proyecto encerraba mucho más, sobre todo partiendo, como partía, de una asociación de vecinos con ánimos e inquietudes que muchos no comprenderían. Le saludé sin querer interrumpirle en su tarea. Tomé asiento al fondo de su cueva de recuerdos, entre medallas, esculturas, libros de pinturas y multitud de años vividos.
Ocupé el gran sillón orejero aspirando el aroma de aquel lugar que olía a incienso y oleos. Giré el asiento para verle trabajar… Didi, que aquel día me acompañaba se sentó a mis pies dejando que sus enormes orejas se refrescaran en el pavimento acogedor. Nada perturbaba la quietud de aquel momento, y el dulce roce de las pinceladas marcaban un ritmo, que a modo de susurro me invitaron relajarme. Tomé un puro de aquella caja que le regalara en su día, y encendí un cigarro que pronto llenó de un espeso aroma su reino de quietud. Sobre la mesa, unas fotos de un santo con un jabalí a sus pies se confundían con algunos libros de pinturas donde un San Antonio Abad de Zurbarán tomaba protagonismo junto a las fotos del San Antón que había en la capilla de la Hermandad del Olivo de la Iglesia Mayor Prioral. En esos momentos detuvo su tarea… limpiándose las manos con un colorido paño, que un día debió ser blanco y que ahora era una bandera arcoíris, me preguntó que me parecía su obra casi acabada, a lo que respondí a la gallega con otra pregunta sobre qué era, y que pronto me fue contestada, miró con perspectiva el lienzo y tras mirar sus pinceles, retorno a la tarea. Como no tenía prisa, puse algo de música y me seguí relajando mientras el seguía a su mundo de pinceles y creación de vida.
Didi levantó en esos momentos la vista como si alguien hubiera llamado la atención, pero no podía ser él. A él nunca le gustaron los animales, animales que siempre habíamos tenido en casa, pero curiosamente a los animales si le gustaban él y sus formas, su amabilidad pasiva y su cariño lejano y afectuoso para con ellos. Jamás vi que acariciara un perro o a un caballo con los que compartíamos Rocíos, y aún así, jamás vi un solo animal que no se le acercara, lo mirase con afecto, o le moviera el rabo ante su presencia, curiosamente, todos los animales buscaban su pacífica y calmada compañía, sabedores de que junto a él nada malo les pasaría, y seguramente, recibirían ese callado afecto de quien acaricia con el corazón.
Didi, que pareció leerme el pensamiento me lo explico, prefería a quien sabían que jamás le harían daño que a quien queriendo su compañía si se lo hiciese. Su enorme lengua acompaño un lento y enorme bostezo, al que siguió un rotundo “me gusta”, -Ya era hora que alguien se acordara de nuestro patrón. Sabías que San Antón curó de su ceguera unos jabatos, -comenzó a decirme mientras me miraba con sus grandes ojos color miel- y su madre desde entonces jamás se separaría de ese Santo. Resultaba evidente que más allá de saber que era el Patrón de los animales, desconocía más datos. Lo que sí sabía, y así se lo expliqué a Didi era que en las Dunas de San Antón, cercanas a La Puntilla, se habían consolidado varios núcleos de población y tenían una asociación, y que estos, querían rescatar una romería en aquel pinar. Como toda romería, no podía faltar la presencia eclesial, que además de celebrar misa bendeciría a los animales, tanto a los de dos patas como a los de cuatro, y cuando hablo de dos patas no me refiero solo a las aves. Se giró de nuevo dejando su pincel para preguntarme con quién hablaba, a lo que señalé la peluda cabeza de Didi, al que miró con bondad para luego centrarse en su obra.
-Será un ovalo montado sobre un terciopelo verde, el color de los pinos.- nos dijo sin mirarnos. Desde fuera, una voz cantaría dijo atildando los sonidos -Y a nosotros nos bendecirán también. -Si vais, seguramente sí –dijo Didi
-Pero no nos llevará nadie – dijo el pequeño gorrión que se había situado en el alfeizar de la ventana que daba al patio lleno de pilistras.
-Pero si estáis allí, os alcanzará seguramente la bendición.
-Entonces se lo diré a todos los que pueda ir, pero no sabemos el día –dijo moviendo las alas -Ni yo, pero ya nos lo dirán ¿Verdad?– me preguntó Didi, a lo que le respondí que no se preocupara, que ese año le llevaría junto a Dormí, la madre de sus camadas.
-Podría hablar con el cura o quien este montando el cotarro para que nos bendiga a todos –dijo una voz que sonaba desde la puerta– . La voz era de un enorme gato atigrado que vivía en uno de los pisos de arriba, y al que le gustaba bajar por el patio y colarse por todos sitios. Ante aquella pregunta medité sobre el asunto.
Era imposible que todos los animales de la ciudad fueran hasta las Dunas, tanto por no caber, como porque habría mucha gente que no iría. Pero al fin y al cabo, desde el punto de vista más religioso, la romería sería un acto en honor al patrón de los animales, y si un sacerdote bendecía a los que estaban allí, lo haría extensivo a todos, no solo a los que estuvieran. -Pues yo creo que es algo más para los humanos que para nosotros –dijo el desconfiado gato lamiéndose una pata– somos la escusa perfecta para un cachondeo.
-No seas aguafiestas – le replicó el gorrión.
-Calla… -dijo el gato relamiéndose los bigotes y acercándose de felinas maneras hasta el alfeizar, del que voló el gorrión para situarse sobre el lienzo.
-Bueno –intervino Didi– puede que lleve razón, todos no podemos estar, y aunque sea para ellos, al fin y al cabo es nuestro patrón, así que supongo que nos bendecirán a todos, estemos o no. ¿tú qué dices?- Dijo preguntándole al lienzo.
-Que todos lleváis razón –dijo el San Antón esquivando una pincelada–.
-No te muevas que al final me va salir la barba torcida –le dijo quien levanto el pincel para dejarlo hablar.
-Ya me estoy quieto… gruñón… que ya me has rehecho el hábito tres veces, y los ojos quince….
-Es que me sales bizco, y no es plan.
-Eso da igual, amigo, lo que se hace con el corazón, bien hecho está, y aunque no sea una hermandad, al fin y al cabo se han acordado de mí, y de mis mas preciados seres, los que solo hablan con el corazón, y solo se escuchan con el alma. Siempre estaréis bendecidos, pero si hay algún acto más especial, como este, no solo es bonito, se potencia esas bendiciones. Sobre todos a quienes tienen menos suerte que algunos de vosotros. NO todos tienen un techo de estrellas en libertad y el cobijo de los pinos y las jaras; no todos tienen la suerte de que El Padre eterno les dé de comer cada día; no todos tiene la suerte de alguien que les de cariño y les cubran las necesidades… porque… hasta para ser animal, como en los humanos, hay que tener suerte… y algunos, muchos, tienen la desgracia en caer en las garras del mal, del desapego, del rencor o la ira ajena, y pagan el mal de otro en sus carnes. A todos los bendeciré, y a todos, en algún momento, los tendré conmigo, en un lugar donde nadie cuestionará si tenéis alma o no. Todos escuchábamos atentos lo que decía el Santo, que había vuelto a su postura hierática para que pudieran seguir perfilándole. Cada uno sacamos nuestras propias conclusiones, y un calmado silencio dejo solo perceptibles las miradas que todos teníamos sobre el lienzo.
El pincel siguió esbozando unas nubes sobre el horizonte, y la placidez de los blancos y azules dejaron sobre el ambiente un lugar en el que todos intuimos que nos veríamos algún día. El aroma del puro estaba llegando a su fin, y las finas volutas que casi formaban un abrumador paisaje me ofrecieron la imagen de mi padre terminando de dar las ultimas pinceladas al lienzo, bajé la vista y vi a sus pies a Didi observando el cuadro. De hito en hito levantaba su hocico que frotaba tímidamente en la pierna de quien, no siendo observado, no le rehuía, eso le animó a poner sus patas en su cadera y darle un lamentan en la mano que bajaba para acariciarle. Respondió a la caricia meneando intensamente el rabo, y bajándose de sus caderas, siguió observándolo con su perruna sonrisa dibujada en el rostro. Supongo que Didi miraba más lo que representaba aquel óvalo que lo que en realidad era, intuía el ambiente en la doradas dunas de San Antón, la cálida protección de los pinos, que bañados por el Sol de enero protegían con su manto a los cientos de animales que allí se reunirían. Pensándolo fríamente, aquello que nacía sería todo lo humano que una romería pudiera ser, pero lo cierto era que ellos serían los protagonistas.
En ese momento, Didi se giró, y mirándome acudió hasta mi sillón. Sus patas se posaron en mis piernas, algo me sacudió, y entonces, abrí los ojos, su besos me inundaron las manos de cálidos lametones de afecto, a lo que mi padre, con una sonrisa me comentó el asco que le daba, aún así, se acercó con el óvalo ya terminado, y acarició la cabeza del perro, luego, acarició la mía y me dijo, vaya siesta te has pegado.