Hace unas décadas, cualquier adolescente, él o ella, que hubiera pretendido viajar, vivir nuevas experiencias o hacer lo que le viniera en gana, habrían recibido la negativa tajante de sus padres; si insistía en ello sólo tenía una opción: “fugarse” del hogar, con lo que eso conllevaba.
Actualmente, a la juventud que termina el secundario, fácilmente le brindan un viaje a cualquier zona de ocio, por lo común de costa, a la cual van desatados/as y a por todas: beber alcohol, buscando sexo y otras; o sea, se les consiente y facilita.
Con sendas pelis, quiero retratar estas dos realidades. Empezamos por la opción actual: How to Have Sen (2023), de M. Manning Walker; y La próxima estación (1982), de A. Mercero, sobre cómo era antes la cosa.
HOW TO HAVE SEX (2023). La directora Molli Manning Walker, también autora del guion, aborda la complejidad que supone llegar a la mayoría de edad y el riesgo de afrontar las primeras experiencias con el alcohol y el sexo.
Tres adolescentes británicas se van de vacaciones, para celebrar su rito de iniciación, a Malia, en Grecia. Comienza la cinta en el avión, y posteriormente en la playa, con una cámara cercana que no pierde detalle de las eufóricas muchachas que se saben fuera de control y ansiosas por comenzar a hacer cuanto no han podido hasta ahora.
La cámara del director de fotografía Nicolas Canniccioni enfoca la escena en la que Tara, Skye y Em se provocan chistosamente, chapotean en el mar, ríen, y acaban en la orilla con las olas batiendo sobre sus jóvenes cuerpos. Un sol ascendente baña al trío con la luz dorada del amanecer.
Maravilloso trío el que forman Tara (Mia McKenna Bruce), Skye (Lara Peake) y Em (Enva Lewis). Hay verdadero afecto entre estas tres adolescentes, que han terminado el instituto y están ansiosas por el futuro. En el horizonte, la universidad y los retos que les esperan, con los cual fantasean y hacen planes.
Eufóricas llegan al Hotel. Encantadas con su habitación con vistas a la piscina compran algunos alimentos y lo más necesario. La palabra “follar” sale docenas de veces de sus bocas, sin conocer cómo eso funciona, sin haber tenido experiencias previas, con planteamientos ingenuos.
Ahora, a vestirse, maquillarse, pintarse los labios y la idea insistente de que están en el momento óptimo para practicar sexo: “¡No me puedo morir virgen!”, exclama una de ellas. Discoteca, chupitos, borrachera, escenas con enorme energía. Al final, a gatas a dormir la mona.
Las chicas terminan haciéndose amigas de un grupo de chicos en la habitación de al lado. Tara y Badger (Shaun Thomas) se conocen primero. Él le silba desde su balcón mientras ella se pone lápiz en las cejas. Ella finge que no lo escucha, pero acaba sonriéndole.
Tara, Skye y Em rápidamente se adaptan al ritmo con Badger y sus dos amigos, Paddy (Sam Bottomley) y Paige (Laura Ambler). Juegan en la habitación antes de ir a los bares, a la piscina o a donde los lleve la noche. Tara, decidida a perder su virginidad, comienza a emparejarse, y aquí es donde el zumbido desaparece y el dolor comienza a golpear.
Es una peli donde hay muchos silencios y momentos de cierta belleza y drama puberal. El trío de chicas tiene su propia dinámica, con partes alegres y otras espinosas. Los desafíos entre ellas encaran un problema mayor cuando Tara pierde su virginidad. El rito de iniciación que tanto esperaba, perseguirá a la muchacha como una pesadilla.
Bruce ofrece un retrato convincente de esta joven que lidia con la realidad de su agresión. La que era chispeante y enérgica princesa de la fiesta, ahora se encoge, convirtiéndose en una observadora reservada y que siente la amenaza.
La directora londinense M. Walker hace un buen trabajo (Premio Una Cierta Mirada en el Festival de Cine de Cannes de 2023) construyendo una sensación de temor y cambio de tono, pero sin perder el pulso de la historia. Evidenciando un drama de fondo en detalles como los silencios de Tara a medida que avanza la semana vacacional.
Tara siempre se sintió atrasada con relación a las amigas, y al error de su experiencia sexual suma sentirse sola. Hay un elemento inquietante: la dificultad de no saber gestionar el consentimiento.
Al principio, la música de James Jacob complementa las desconcertantes notas de música electrónica (EDM), pero luego se vuelve más tenue, lo que nos permite escuchar los silencios de Tara: respiración dificultosa o su ropa contra las sábanas mientras se acurruca en posición fetal.
El deseo y la voluntad de tener sexo a toda costa, implica adentrarse en entornos poco seguros, donde se pueden sufrir abusos. Manning Walker critica la falta de educación sexual de jóvenes que se lanzan a esos lugares de alcohol y hombres desconocidos.
La cineasta británica analiza cáusticamente este turismo de borrachera y sus consecuencias. Porque tras la fiesta está un sórdido amanecer con calles solitarias y escenarios de suciedad, botellas por el suelo, plásticos y cientos de residuos.
El cierre del filme incorpora una reflexión plena de coherencia, que comparten las tres jóvenes, mientras esperan en el aeropuerto su vuelo de regreso a casa. Esa puesta en común las lleva a pensar lo que significa ser mujer joven y los riesgos físicos y emocionales que conlleva aceptar sexo sin pensarlo.
Es una película triste, una historia de pérdida de la inocencia, que inicia el camino hacia la madurez.
LA PRÓXIMA ESTACIÓN (1982). En aquellos tiempos postfranquistas, José, 17 años, hijo único (Delgado), se presenta una noche en casa con Ana, su novia (Marcos), de su misma edad con la intención de que la muchacha se quede con él. Sus padres quedan sorprendidos al ver a la joven. Sorpresa que se convierte en un auténtico conflicto familiar cuando la madre, católica y severa (Herrera), se opone tajantemente a la pretensión del hijo.
El padre (Landa), plan resolutivo, va a ver al padre de la novia (González) y a la madre de ella (De la Maza), con la que incluso llegan a ir a comisaria, aunque al final no ponen denuncia alguna. Para ese entonces la joven pareja se ha ido a tocar la guitarra y cantar en el parque, para ganarse la vida.
Antonio Mercero acomete esta cinta con oficio. Fue realizada por un equipo de guionistas que escribe una comedia dramática y testimonial sobre la familia y sobre aquellos casos en que los jóvenes acababan yéndose del hogar en los 70 y 80.
Un plato fuerte es el reparto, con un Alfredo Landa que pone su bien hacer actoral como padre. Lola Herrera está estupenda como madre del muchacho. Muy bien Carmen de la Maza como madre de la chica. Estupendamente como padre divorciado un gran Agustín González, como personaje del mundo del espectáculo. Alberto Delgado, el hijo díscolo, hace un buen trabajo y Cristina Marcos está un poco inexpresiva.
Mercero quiso analizar la crisis de la familia española y el enfrentamiento de padres e hijos, y calificó su película de comedía dramática, ya que el inicial tono costumbrista, concluye en película dura y amargo.
El tema de la ruptura familiar estuvo ya apuntado por Mercero en algunos capítulos de la serie Verano azul y en la película La guerra de papá (basada en la novela El príncipe destronado, de Miguel Delibes). Mercero hace un acercamiento afectivo y cotidiano a algunas de las contradicciones de la familia de los ‘80, con unos hechos insólitos entonces, que resultan inocentes en la actualidad.
Película sobre lo que pasaba entonces, de relaciones íntimas entre jóvenes sin educación sexual, pero con mucho ardor, y el choque con la educación represiva que recibieron sus padres. También la inconsciencia (en eso es como hoy).
Fue un tiempo de bodas por embarazos no deseados y separaciones con menos de 25 años. Jóvenes de la alta y media burguesía que salieron respondones a sus desolados padres que no sabían qué hacer: Muchachos que se emparejaban con resultados nefastos para sus vidas.
No era raro que aquellos hijos quedaran en un limbo social a los 18 ó 20 años, sin estudios ni profesión, sin trabajo y echando su vida por la borda, plan “rebelde sin causa”. Eran los “ni-ni” de la época, pero con hijos a su cargo que al final se los quedaban los abuelos.
A alguno le fue bien, pero no era la tónica. Eso cuando no acechaba la droga. Muchos hemos visto cómo amigos de aquellos entonces perdieron la vida por efecto de la heroína. Aunque en la película esta temática sólo se apunta. Al final se cierra una historia, pero quedan abiertos muchos interrogantes.
Como curiosidad, la joven Cristina Marcos canta la canción-moraleja al final de esta sensiblera historia de jóvenes con una letra que dice así:
"La próxima estación", tonada de folk dulce y urbano:
Al final las mismas cosas,
la ciudad en la ventana,
una estúpida mañana y yo,
un teléfono que suena,
un cubata que envenena…
Siempre hay una próxima estación
siempre hay un lugar donde llegar,
siempre hay un amigo y una solución,
escápate conmigo, escápate conmigo…
Al final sólo un billete,
Y un adiós de andar por casa…
Un te quiero que no quiere
o te escapas o te mueres.
Siempre hay una próxima estación.
Tráiler-escena del filme: