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| Encendido 1 año hace

‘El Brujo’, siempre ‘El Brujo’

Por Ángel Mendoza
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No imagino a Rafael Álvarez, ‘El Brujo’, inquieto por alguno de los globos sonda lanzados en los últimos años a propósito de retrasar la edad de jubilación. Es más, intuyo que hace mucho que rompió de su diccionario la página donde aparecía esa palabra, porque pasados los setenta sigue al pie del cañón, o sea, de los escenarios, como el muchacho que se bautizó en aquellos rompedores grupos universitarios. Actualmente mantiene el Brujo siete espectáculos en cartel, y con ellos gira por esos mundos de Dios que tan bien conoce con su sapiencia de viejo cómico de la legua.

El sábado se dejó caer por El Puerto en la última de abono de este otoño con Dos tablas y una pasión, título que deja bien claro que un par de maderas y el amor profundo hacia el arte de Talía y Melpómene es todo lo que él necesita para hacer posible el pequeño gran milagro del teatro. Todo lo que él necesita, claro está, después de décadas de oficio que se agolpan en su físico menudo y en su voz perfectamente modulada, juguetona, cálida, que da igual lo que transmita porque la comunión con el espectador está asegurada.



No hay armazón narrativo en esta pieza, si no textos del mejor teatro clásico hilvanados con aguja de maestro, jocosa veneración hacia las plumas que los hicieron posibles y el acertado subrayado musical del violín de Javier Alejano.

Los grandes del Siglo de Oro español están en esta propuesta -puede que demasiado grotesca por momentos- que quiere ser un tributo al castellano y a las más altas posibilidades de su función poética; pero también comparecen Blake y Shakespeare,  con lo que el homenaje no es solo a nuestra lengua, sino a ese territorio que fundan las palabras cuando consiguen nombrar lo más evidente y también lo más misterioso del alma humana. Quizá el gran riesgo de ‘El Brujo’ sea que siempre nos parece el mismo, una y otra vez, se ponga en la piel de quien se ponga, pero eso es nada cuando obtenemos el premio de su incuestionable oficio, la frescura de su madurez y el privilegio de quien es ya un clásico sin fecha de caducidad.

Ángel Mendoza