[Lee aquí el Capítulo I] Apenas me costó trabajo asentarme, y ya solo quedaba que vinieran mis cosas de forma definitiva, comprendí que, en esta tierra con algo de dinero y decisión, y sobre todo teniendo las cosas claras, era fácil hacerse con una casa, vieja y desmantelada, y con mucho trabajo por delante, pero que en mi mente se perfilaba como un verdadero palacio. Céntrica, muy céntrica, de encaladas paredes dibujadas con multitud de desconchones, con un pequeño cierro desvencijado y una cocina de azulejos que podían ser jóvenes, maduras o ancianas, a ratos, pero que funcionaba… como el cuarto de baño, de altos techos y pequeña bañera.
Cuando el “Bigotes” entró, me llamó loco, pero yo veía lo que él no, sin embargo, corrigió mi error al relatarme los problemas que tendría para cualquier reforma… sus dudas terminaron cuando llegó aquella mañana y me vio con el mono de faena… que no era más que unos chinos y una vieja camisa de cuadros, cubierto de polvo, y tirando los tabiques de las estancias que daban al patio. Antes de que se diera cuenta estaba sacando espuertas de escombros hacia la casapuerta… había empezado mi aportación a engrandecer el centro de El Puerto.
Los abandonos no los hacían los políticos, sino las personas, las casas eran prolongación de nuestras personas, y todas, en mayor o menor medida, y al amparo de sus posibilidades, tenían la obligación de cuidarse. Aquella, mi primera casa en España era mi responsabilidad, y yo tenía la obligación de ponerla hermosa.
En mi mente, y observándola desde la acera de enfrente, vi el color albero en donde destacaban unos remates verdes, el cierro desaparecería y sobre el balcón el verdor de las plantas buscaría la puerta de entrada. No era grande, pero era mi casa, y mis manos se encargarían de mimarla.
Mi amigo me llamó loco, pero sonrió, buscó a conocidos de bajo presupuesto, y juntos emprendimos una aventura, pues había decidido dejar un cuarto a mi amigo para cuando quisiera quedarse en “su” casa.
Hice oídos sordos a todos los que decían que el centro estaba muerto, oídos sordos a los que culpaban a quienes gobernaban de los desconchones de las paredes, y soñé, soñé con mi casa, con mi hogar, con mi Puerto y su centro, en donde al parecer, después de tantos años, por fin encontraba mi paz.