Mis despertares eran distintos, no hacía ni un año, y casi todo el tiempo había estado confinado o restringido, y, aún así, mi despertar ya era distinto.
Mi café era más portuense, e incluso me atreví a acercarme hasta el enorme templo, llegué solo, cuando ya las tardes eran más cortas, recién abierta, y algo extraño me llamó.
Desde que llegara a la ciudad no había entrado en ninguna iglesia, en la Italia tampoco; tampoco me había hecho falta, pero me pareció feo comenzar a presumir de nueva tierra y no conocer a la patrona de la que ya consideraba mi hogar. Sabía que era una virgen negra, y me sorprendió que todos presumían de su virgen negra, y que se refiriesen al ese color con respeto y devoción, pocos decían morena o de color, decían negra. [Lee aquí los capítulos anteriores]
Ya situado frente a ella, tomé asiento escuchando de fondo el monótono rezo del rosario. No sé en qué pensé, tampoco recé, me limité a sentarme y descansar, pero fue un placentero descanso, me sentía en paz conmigo y con todos. A mi mente llegó el recuerdo de la enfermedad que nos asolaba, me acorde de los míos, que no tardaron en decirme que la pesadilla había regresado y que tenían miedo por los suyos.
Instintivamente miré a la imagen, no sé si para pedirle ayuda, consuelo o qué, pero la miré. Respiré hondo y me vino a la mente los puestos ambulantes que había visto hacía poco, mi amigo que me explicó que vendían castañas asadas, eso sí era real. Las probamos aquella tarde. Y al tener el paquete, que mi amigo me dijo que era un cartucho, en la mano, comprendí que en verano sería imposible venderlas, y no por falta de productos.
Entendí que los puestos de castañas eran el anuncio del otoño que perseguía al invierno, pasará lo que pasará, pues tal como estaba la cosa, los puestos estaban ya en algunas calles.
La Navidad sería igual, pues pasara lo que pasara, las cosas seguirían igual, la Befana no temía a la pandemia, y estaba convencido de que los Reyes Magos tampoco, y Papa Noel mucho menos. Aún quedaba lejana, porque en tiempos de pandemia cada día era lejano y esperanzador.
Volví a mirar a la imagen, me acordé de las castañas, negras por el asado de su cascara, sonreí para mis adentros en la soledad de aquellos fríos muros y sin saber por qué, hice algo que jamás había hecho en mi adulta vida. Le pedí, le pedí con toda la fuerza de mi corazón, le pedí a aquella imagen que cuidara a los míos, los que deja en la Italia, y a todos aquellos que ahora pasaban de un lejano aprecio a un verdadero cariño como mi nueva familia extensa.
Pedí, y al mirarla comprendí que no estaba ante un trozo de madera, sino ante algo tan cálido y real como un acogedor y agradable paquete de castañas asadas. Realmente la edad me estaba haciendo más ñoño y sensible.