Con el verano en plena ola de calor, como debe ser, y ese levante barriendo las calles, vamos llegando a la gran fiesta, al Carmen.
Una ciudad marinera como esta, pero de un bonito mar salado y fino como el que más, una ciudad de marineras bodegas, de azules campos preñados de salada luz, de botas hermandad con botes y remos, en donde una Virgen sonríe pensando en sus barcos perdidos, con nostálgica pena.
Ahora, desde su tradicional capilla, que curiosamente no mira a su mar, anhela las sirenas que siempre la despertaron. Y es que El Puerto, ciudad tan marinera, huele a mar… pero no a brea. No sabe a calafate, y los rítmicos golpes del mazo quedaron ya enterrados en las olas. Ella, desde su capilla lo sabe, sabe que los tiempos cambian, que jamás volverán los barcos estibados a babor, que el rítmico golpear del hielo no la volverá a acunar, pero sueña, sueña con su mar, el que le da la mano al río como queriendo arrancar de la tierra generosa, Sueña con otros barcos, pero con el mismo río, que poco a poco se llena de pantalanes bullicioso.
Los tiempos han cambiado, y la trabajada mar se ha convertido, en zonas como estas, en la relajada y ociosa vida del verano, las lanchas y motos, los veleros que le dan besitos a las olas del mar son ahora dueños de las orgullosas aguas que Balbo cruzó, las que despidieron a las galeras, las que aun no siendo las mismas que un minuto hace, siguen cantando gestas y sacrificio.
La Virgen, desde su capilla, con sus ojos puestos en la mar, sonríe, satisfecha del amor que su mar y sus hombres siguen brindándole, y aun añorando aquellos no tan lejanos tiempos, se regocija, al fin y al cabo, estando en el mar, le da igual fragata o galeón, barquito de vela o de arrastre, petrolero o lanchita de rancho. Le da igual el Pescanova o el señorito, el marinero o el capitán, porque a ella, a ella, siempre le perdió su mar.