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| Encendido 3 años hace

El poder destructor de la calumnia

Por Enrique Flópiz
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“Nuestra harina El Vaporcito siempre apoya la cultura, el deporte y el arte”.

Quiero hablar hoy de los dañinos efectos que tienen los falsos rumores, los chismorreos, la calumnia.

El vocablo «calumnia» significa «acusación o imputación grave y falsa hecha contra alguien»; o «imponer o levantar falso testimonio». La calumnia siempre se ha considerado una falta grave. La ley judeocristiana y la ley penal penan/castigan la calumnia. La primera prohíbe el falso testimonio (8º mandamiento). Y el código penal define la injuria como acción o expresión que lesiona la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación.

De manera que la cultura y la ética religiosa y civil alientan a vivir en la verdad, desechando la mentira, la malicia y toda clase de maledicencia. La calumnia ataca a la verdad, a la justicia, al amor y el respeto debido al prójimo; mata o hiere a un sujeto frente a la sociedad, porque ensucia su reputación.

Chismes y calumnias: una perspectiva psicoanalítica

Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, ya advirtió que quien calumnia no muestra el mínimo miramiento si puede sacar una ventaja, y mientras él no se perjudique, no reparará en el daño que le ocasiona al otro. Sólo satisface su placer burlándose, ultrajándolo, matando su buen nombre. Esa es la forma que el calumniador tiene de exhibir su perverso poder; él se siente más seguro y la víctima más desvalida.

Sadismo oral

En psicoanálisis, se habla de una «fase oral» en el desarrollo infantil, en el primer año de la vida (0 a 18 meses), donde la zona bucofaríngea cobra un papel predominante como área corporal especialmente sensible y erotizada.

Pero hay una subetapa de esta fase coincidiendo con la aparición de los dientes que Karl Abraham denominó «sádico oral», en la que el disfrute se obtiene con comportamientos orales activos y dañinos como morder o «destruir» con los incipientes dientes.

Desde la teoría psicoanalítica, en el transcurso del desarrollo van quedando en todos nosotros fijaciones o anclajes a estas etapas antiguas, de los cuales derivan conductas posteriores. Así, comer en exceso, beber gran cantidad de líquido, fumar, etc., son muestras orales que ejercemos de adultos y que tienen un origen infantil.

Pero también tenemos en la adultez, no sólo conductas orales incorporativas, sino también otras vinculadas a esa otra oralidad más activa como hablar, y dentro del hablar (algo evidentemente oral), hablar mal de los demás, el chismorreo y similares.

Estos hábitos se pueden considerar «sádico orales», pues si bien en la adultez ya no suele reproducirse la forma infantil de morder, sí se observa en muchos la tendencia a dañar, a producir con la «boca» murmuraciones, para quebranto de la honorabilidad; daños morales que destruyen la reputación y el buen nombre. La calumnia, así, podría entenderse como una forma de «sadismo oral», una demostración cruel de habladurías destructivas dirigidas a otros congéneres.

Esto que digo está sucediendo hoy con más intensidad y efectividad si cabe a través de la telefonía móvil, Internet o los medios de comunicación electrónicos, por medio de los cuales hay sujetos que se creen en el derecho de decir lo que se les antoja, con total impunidad.

Hasta el Papa ha pedido cuidarse de estos comportamientos, advirtiendo a los miembros de la Curia que se alejen del «terrorismo del cotilleo», que afecta a quienes «no tienen coraje de hablar directamente» a los otros. De igual modo Francisco ha dicho los “chismes” son una plaga peor el Covid.

Dos películas como ejemplos

Para ejemplificar estas ideas y este lastre social traigo a colación dos películas muy buenas.

La primera es una obra dirigida por el dramaturgo John Patrick Shanley: La duda (2008). La segunda se titula justamente La calumnia (1961), magistral obra del gran William Wyler.

En ellas se evidencia que para salir de la humillación de la calumnia es preciso un Yo fuerte y una enorme capacidad para metabolizar el daño recibido y restaurar el honor mancillado. Lo contrario deviene tragedia.

LA DUDA (2008). Esta es película habla también sobre el chismorreo, esta vez con relación al buen nombre del padre Flynn (Philip Seymour Hoffman), un sacerdote carismático que intenta cambiar las rígidas normas del colegio que dirige la hermana Aloysius Beauvier (Meryl Streep), una severa mujer que confía plenamente en el poder de la disciplina.

Con los cambios políticos del momento, el colegio ha aceptado al primer alumno negro, Donald Miller. La hermana James (Adams) le cuenta ingenuamente a la hermana Aloysius que le parece que el padre Flynn dedica mucha atención a Donald. A partir de aquí comienzan los rumores.

Sin tener prueba alguna, la superiora inicia una campaña personal contra el padre Flynn por supuesto abuso del niño, para expulsarlo.

Finalmente, el enfrentamiento entre la monja y el sacerdote, figuras de autoridad religiosa en el colegio, amenaza con romper la armonía de la comunidad. El cura acabará siendo despedido para evitar este desgarro.

Película escrita y dirigida con gran mérito por el dramaturgo John Patrick Shanley. El guion está basado en una obra ganadora del premio Pulitzer titulada Etapa de duda: una parábola.

Aunque la trama gira en torno a las sospechas sobre el probable abuso sexual de un cura hacia un alumno negro, que puede parecer a priori un asunto falso, sin embargo, el planteamiento que hace Shanley es tan sutil que el espectador no alcanza a posicionarse con certeza. O sea, al espectador le asalta la «duda», que es sin más el título de la película y lo que pretende Shanley: probar cuán fácil y perverso es sembrar la incertidumbre, con chismes y suposiciones.

En el reparto un sensacional Seymour Hoffman como el padre Flynn, capellán y maestro: brillantísimo y creíble trabajo. Meryl Streep es la hermana Aloysius y directora: brillante. Amy Adams es la hermana James en un papel de monja buena y compasiva, pero empujada por la maldad de Aloysius.

La cinta es una disección del engaño, la hipocresía, la doble moral y el chismorreo. Además, es una película que se hace corta, porque mete al espectador de lleno en la trama quedando con ganas de más, ante la injusticia de la que es testigo.

En un sermón que el carismático sacerdote Flynn da ante los parroquianos durante la misa, se hace una brillante y muy interesante descripción sobre los estragos que provocan los chismes.

Los chismes:

En una transcripción casi literal del tal sermón, el sacerdote, ante una atenta feligresía, cuenta cómo una mujer, al sentirse culpable por sus chismorreos acudió al confesionario de un experimentado párroco. Le preguntó al viejo padre: «¿Los chismes son pecado? He soñado con la mano del Todopoderoso acusándome con su dedo. ¿Debo pedirle la absolución, padre?».

«Sí» —le respondió el confesor—, «ignorante mujer malcriada. Levantaste falso testimonio sobre tu prójimo, no te importó para nada su reputación y creo que tienes que sentirte apenada».

Así que la mujer dijo que lo sentía. Y pidió perdón.

«No tan rápido», dijo el sacerdote. «Quiero que vayas a tu casa, lleves una almohada a tu tejado, que la rasgues con un cuchillo y regreses aquí conmigo». La mujer corrió a casa, cogió una almohada de su cama, un cuchillo del cajón subió al tejado de su casa y rasgó la almohada. Luego volvió.

El viejo padre le dijo: «¿Cortaste la almohada con el cuchillo?».

Le dijo la mujer: «Sí, así hice».

«¿Y qué pasó luego?».

«Plumas, plumas», repitió. «Plumas por doquier, padre».

Le indicó el confesor: «Ahora, quiero que regreses y recojas cada pluma que voló por el viento».

«Pero es imposible», respondió la mujer. «No sé dónde están. El viento las llevó por todas partes».

«¡Así son los chismes!», respondió el confesor.

 

LA CALUMNIA (1961). La historia se desarrolla en una pequeña ciudad. Dos emprendedoras y agradables mujeres, Karen Wright (Hepburn) y Martha (MacLaine), fundan y dirigen una escuela exclusiva para niñas de buena familia.

Las educadoras siguen un protocolo educativo que una niña en concreto no tolera bien. Esa niña es una alumna maliciosa que hace lo imposible para vengarse por un castigo que ha recibido.

La niña escucha un comentario que distorsiona, acusando a las maestras ante su abuela. Dice que son unas mujeres raras y fuera de lo común y que hay un romance entre ambas.

Esos rumores escandalosos se extienden como la pólvora por la comunidad escolar, incluyendo a los padres. Cuando el embrollo está en su punto álgido, interviene un médico —novio de Karen— para solucionar el problema y el buen nombre de las afectadas. Pero las cosas se han precipitado y las repercusiones son ya irreversibles y trágicas para la vida de ambas profesoras. Un auténtico drama humano.

La película está magistralmente dirigida con gran tensión y fatalidad por un gran William Wyler. El guion de Lillian Hellman es una excelente adaptación de la obra teatral de la propia Hellman, The Children’s Hour, de 1934.

El reparto es de lujo, con una inspirada Audrey Hepburn maravillosa y una Shirley MacLaine que sintoniza y traslada su problemática al espectador. Dos actrices ejemplares llenas de vigorosa inteligencia, que sobrellevan el peso de las palabras malvadas de un rumor devastador.

Están igualmente muy profesionales James Garner; Miriam Hopkins, estupenda; y Fay Bainter, una veterana y gran actriz.

Esta película osó abordar en su momento y con valentía el tema de la homosexualidad femenina. Lo hace con gran tacto, pero sin obviar un ápice la carga dramática de los acontecimientos que se suceden con este telón de fondo.

Se muestra la herrumbre moral de un pueblo provinciano y timorato preso de los cotilleos y la difamación obra de una niña sin escrúpulos. Ello evidencia la enfermedad de una sociedad que no sólo está muerta por su cabal hipocresía, sino que es capaz de matar a sus víctimas en todo sentido: muerte social, laboral, espiritual e incluso física.

Esta película es un ejemplo de ese «sadismo oral» del que hablaba, del chisme gratuito, la infamia vinculada al buen nombre de dos educadas señoritas y profesoras, a las que se vincula con una relación lésbica. Aquí no se trata de la veracidad del hecho en sí, que finalmente se demuestra que no es, aunque haya algo de ello latente, sino que todos los habitantes del pueblo son incapaces de reaccionar a tiempo y acabar con las habladurías; incluso el novio de Karen, el médico, también ha dudado de su novia.

El dolor de las dos mujeres frente a este estado de cosas es inmenso y sus consecuencias, fatales.

Más extenso el tema en la revista Encadenados.

Enrique Flópiz

Enrique Fernández Lópiz. Nacido en El Puerto de Santa María, es Licenciado en Psicología por la Universidad Pontificia de Salamanca y Doctor en esta disciplina por la Universidad de Granada, donde es Profesor Titular del Departamento de Psicología Evolutiva. Cinéfilo desde siempre, escribe críticas cinematográficas desde hace dos décadas en diversos medios escritos y digitales.