Que supo Shakespeare como nadie poner al servicio del teatro las más viles pasiones del hombre, bien lo sabe el lector. Que tuvo que discriminarlas antes de las virtudes y bondades que nos conforman para construir sus tragedias, cae por su propio peso. Y como lo trágico es hermano de la intensidad, no es vano señalar que la muerte violenta se nos antoje un alivio (la salida única) para los personajes principales de las tragedias sespirianas.
Si es verdad que en Rey Lear, representada ayer de modo magistral por Atalaya en nuestro Muñoz Seca, hallan sus personaje la muerte de modo brusco y repentino, es sin embargo en Lear donde dicho alivio de morir (lo hace al final de la obra tras sufrir lo indecible) se echa más en falta: ¿No es coherente que un estado de ánimo atormentado de tal modo (el rey, por efecto de la traición de sus hijas, pierde incluso la cordura) le fuera indispensable a Shakespeare para construir su tragedia?
Los actores de Atalaya, que han representado sus papeles con una rotundidad impresionante, (muy en especial Javier Rodríguez, en el personaje de Edmond y Carmen Gallardo, en el de Lear) enriquecen su actuación (un auténtico acierto de escenografía) construyendo y decorando sus propios escenarios. La música y coros, evocadores de una época solemne y misteriosa, han sobrecogido y subyugado; el consumado empleo de luces y focos para que se sucedan (logrando un ágil efecto cinematográfico) distintas escenas, merece resaltarse; la sobriedad llamativa del vestuario, completa -además de al texto- la eficacia audiovisual de conjunto... Por esto y otros muchos aspectos que cabría comentar con detenimiento, el Rey Lear de Atalaya es un portento de creatividad escénica y la recreación impecable de un clásico teatral indispensable.